Las sombras eran lo único que alcanzaban a percibir sus ojos. Algunas esporádicas luces del exterior permitían distinguir formas que le proporcionaban un limitado sentido de orientación en medio de la oscuridad. Aún así era incapaz de moverse. Estaba paralizado. Estaba convencido de que eso estaba ahí.
Siempre lo había acechado: durante su niñez, durante su adolescencia, en su edad madura. En la noche. En la oscuridad. Había perdido muchos chances con chicas en el colegio y la universidad con tal de seguir corriendo, de llegar lo más pronto posible a su iluminado cuarto. Siempre habría allí una candelilla, una bombilla, una lámpara que le permitía seguir atado a su cordura. Esa fuente de luz le permitía tener paz.
Incluso su hijo le había reprochado esa maniaca obsesión de no dormir con las luces apagadas. Pero no podía escapar de ese sentimiento, de esa horrorosa presencia acechante y amenazante. No podía describirla, pero lo horrorizaba hasta gritar desesperado por la luz.
Ahora había abierto los ojos, y vió y sintió en cada poro de su piel el pánico derivado de una oscuridad absoluta. No había luz. Trato de prender la lámpara de noche y tampoco reaccionaba. Buscó a tientas una candela en su mesa de noche y la halló, pero para su desgracia al tomar los fósforos cayeron. No podía buscarlos en el piso.
Sabía que de la cama o de la pared arrastrándose saldría la mano de la bestia: y al fin enfrentaría esa criatura que lo había perseguido desde que tenía memoria. Pero no, todavía no estaba preparado para la desagradable experiencia de averiguar la textura de esa piel, o de esas escamas, o de ese pelambre que cubría una mano de características bestiales.
Estaba desesperado, el sudor empezaba a mojar su frente. La respiración entrecortada por sus intentos de relajarse parecía solo acelerar el inevitable frenesí de un terror más allá de toda medida. Quería abrir más los ojos en busca de la luz pero cada vez que encontraba fuerzas para hacerlo solo terminaba peor al percibir sombras que parecían crecer y danzar alrededor suyo, cada vez más cerca.
Oyó pasos: se acercaban. No había duda. Venían del corredor, fuera de su cuarto. Al fin eso venía por él. Siempre creyó que saltaría desde el closet pero no, la bestia seguro se deleitó haciendo caos en su casa, preparándose para el asalto sobre una víctima destinada a ello desde que vino al mundo. Un destino fatal, inevitable y escrito injustamente en su contra.
Como pudo, convencido de la presencia de la bestia fuera de su cuarto, y en un impulso biológico más cercano a sentido de supervivencia tomó la lámpara de noche. La sujetó tan fuerte como pudo mientras oía algo tanteando la puerta.
Tiraría la lámpara como último recurso. Al menos podría herir al monstruo. Quizá un buen golpe podría armarlo de algo de valor para atacar y dejar de ser el blanco de un algo sobrehumano y eterno.
“¿Podré? ¿realmente podré hacerle algo? O ¿solamente haré que mi muerte sea más rápida al provocar su ira?” pensaba para sí. Era interminable cada instante de lo que ocurría a su alrededor. No parecía pasar nada y sin embargo era consciente de cada milímetro que giraba la manilla de la puerta. El tiempo no se detenía por lento que fuera.
Y la tiró. La lámpara voló por los aires y golpeó la puerta.
- “Mierda”
- “¿Qué pasa? ¿Estás loco?” – dijo la voz de la única persona que se había hecho el propósito de estar con él a pesar de estos ataques irracionales.
- “Soy yo” insistió
- “NOOOOO NOOOOO JUEPUTA TE MATO TE MATOOO” y como pudo estiró los brazos convencido de que por algún arte demoniaco la bestia imitaba la voz de su mujer.
En pocos pasos sintió como sus manos se posaron sobre unos hombros que tiró con el impulso que llevaba hacia atrás. Ambos cayeron al suelo y la oyó quejarse. Mientras intentaba retomar su ataque oyó un llanto que pedía piedad. Un llanto que conocía. Y su cuerpo reconoció olores y formas que sólo podían ser de ella.
La luz llenó el corredor de pronto. Había regresado. Él estaba sobre el cuerpo de su mujer y ella se tapaba la cara horrorizada. Y otro grito y otro llanto llenaron el pasillo.
En la puerta, al final del pasillo su hijo estaba de pié. Él se levantó a ver que pasaba. Qué eran esos sonidos de pelea y en lugar de eso había visto salir un monstruo de las sombras.
Y este no era imaginario.
lunes, 14 de septiembre de 2009
viernes, 11 de septiembre de 2009
Pereza
Le ganaban por mucho las ganas de quedarse ahí. La sensación de flacidez en cada músculo de su cuerpo era un escalofrío más placentero que muchas noches. Noches que parecían llamadas a ser un festín carnal y habían terminado siendo un nada agradable roce mecanico donde el cigarrillo o el sueño intentaban opacar el saberse y sentirse “usada”.
“Usada”… siempre odió esa palabra. Incluso en las conversaciones con sus abuelas. Siempre despreció esa poco decorosa forma de llamar una faceta tan bella de su naturaleza femenina. Ella siempre se había sentido orgullosa de sus formas; siempre se había sabido poseedora desde joven de esa mirada que hacía a los chicos reírse y perseguirla, para luego llegar a hablarle tratando de hilar conversaciones interesantes que resultaban en un intento de aparecer como el “macho dominante” de la manada.
Pero hoy no necesitaba un “macho”, incluso un hombre hecho y derecho le parecía estorboso. Ella no quería sexo. No quería más compañía que su cama, sus sábanas y sus cobijas. Desparramar su cuerpo por la cama hasta el límite permitido por sus extremidades. En medio de tanto trabajo, de tantos compromisos sociales, de tantas responsabilidades, de tantas listas de “TO-DO”, se había encontrado sin querer este espacio en su propio mundo casi olvidado.
Había músculos que se estremecían: ella estaba segura de no recordar que estaban ahí o simplemente se había vuelto tan inconsciente de sí misma que era incapaz de identificar las sensaciones. Pero ahora no importaba hallar la causa de las cosas, sólo seguir disfrutando cada instante que se hacía eterno mientras se extendía casi lujuriosamente en la más pura exaltación del arte llamado “perezear” .
Ya habrá tiempo para el trabajo. Todas esas marañas de relaciones humanas tantas veces llenas de simulacros amables justificados por la supervivencia laboral. En fútbol le llamarían “camerino”, en las oficinas “etiqueta” o “ética profesional” (una “ética” muy mal entendida) y ya esos disimulos empezaban a ser pomposamente llamados “inteligencia emocional” aún cuando ella no estaba segura de poder determinar donde estaba tal inteligencia.
Todos esos códigos de comportamiento, todas esas formas disimuladas de expresar desacuerdo o envidia, tanta hipocresía la agotaba cada día un poco más. Siempre había tenido curiosidad de preguntar a los demás si alguien más era tan consciente como ella de lo ridículo de esa situación; de toda la energía desperdiciada en un juego de poder que no ayudaba a nadie a ser mejor.
-“Hasta pensar en eso me cansa… qué tonta soy” se dijo a si misma y se hizo un rollo humano en la cama.
Era curioso como esos minutos mentalmente se hacían eternos y muchas veces al decidirse a salir de la cama se daba cuenta de la finitud de los mismos y de la reacción en cadena que generaban en su horario. Pero hoy no importaba. Ella había decidido que eso no importaba más. De hecho nada le había importado más desde que cerró los ojos la noche anterior.
- “Ya casi es hora” … ya no podía evadir más las noticias de que le daba el reloj despertador: el atraso inevitable se volvía en alarmante y podría poner en peligro todas las seguridades de su vida. Todo al final estaba amarrado. En esos momentos ella se daba cuenta que sutilmente se había visto arrastrada a un sistema de vida planeado para ella casi hasta detalles tan nimios como si decidía tener hijos o no. Al final ella formaba parte de un engranaje superior que la suplantaría tan pronto fallara en cumplir sus tareas.
Solo en momentos como este ella se hacía consciente de la poca libertad real que tenía más alla de sus diálogos internos y de esos momentos de pereza eterna en la cama.
Y en estos breves instantes se daba cuenta que era “usada” en otras formas.
“Usada”… siempre odió esa palabra. Incluso en las conversaciones con sus abuelas. Siempre despreció esa poco decorosa forma de llamar una faceta tan bella de su naturaleza femenina. Ella siempre se había sentido orgullosa de sus formas; siempre se había sabido poseedora desde joven de esa mirada que hacía a los chicos reírse y perseguirla, para luego llegar a hablarle tratando de hilar conversaciones interesantes que resultaban en un intento de aparecer como el “macho dominante” de la manada.
Pero hoy no necesitaba un “macho”, incluso un hombre hecho y derecho le parecía estorboso. Ella no quería sexo. No quería más compañía que su cama, sus sábanas y sus cobijas. Desparramar su cuerpo por la cama hasta el límite permitido por sus extremidades. En medio de tanto trabajo, de tantos compromisos sociales, de tantas responsabilidades, de tantas listas de “TO-DO”, se había encontrado sin querer este espacio en su propio mundo casi olvidado.
Había músculos que se estremecían: ella estaba segura de no recordar que estaban ahí o simplemente se había vuelto tan inconsciente de sí misma que era incapaz de identificar las sensaciones. Pero ahora no importaba hallar la causa de las cosas, sólo seguir disfrutando cada instante que se hacía eterno mientras se extendía casi lujuriosamente en la más pura exaltación del arte llamado “perezear” .
Ya habrá tiempo para el trabajo. Todas esas marañas de relaciones humanas tantas veces llenas de simulacros amables justificados por la supervivencia laboral. En fútbol le llamarían “camerino”, en las oficinas “etiqueta” o “ética profesional” (una “ética” muy mal entendida) y ya esos disimulos empezaban a ser pomposamente llamados “inteligencia emocional” aún cuando ella no estaba segura de poder determinar donde estaba tal inteligencia.
Todos esos códigos de comportamiento, todas esas formas disimuladas de expresar desacuerdo o envidia, tanta hipocresía la agotaba cada día un poco más. Siempre había tenido curiosidad de preguntar a los demás si alguien más era tan consciente como ella de lo ridículo de esa situación; de toda la energía desperdiciada en un juego de poder que no ayudaba a nadie a ser mejor.
-“Hasta pensar en eso me cansa… qué tonta soy” se dijo a si misma y se hizo un rollo humano en la cama.
Era curioso como esos minutos mentalmente se hacían eternos y muchas veces al decidirse a salir de la cama se daba cuenta de la finitud de los mismos y de la reacción en cadena que generaban en su horario. Pero hoy no importaba. Ella había decidido que eso no importaba más. De hecho nada le había importado más desde que cerró los ojos la noche anterior.
- “Ya casi es hora” … ya no podía evadir más las noticias de que le daba el reloj despertador: el atraso inevitable se volvía en alarmante y podría poner en peligro todas las seguridades de su vida. Todo al final estaba amarrado. En esos momentos ella se daba cuenta que sutilmente se había visto arrastrada a un sistema de vida planeado para ella casi hasta detalles tan nimios como si decidía tener hijos o no. Al final ella formaba parte de un engranaje superior que la suplantaría tan pronto fallara en cumplir sus tareas.
Solo en momentos como este ella se hacía consciente de la poca libertad real que tenía más alla de sus diálogos internos y de esos momentos de pereza eterna en la cama.
Y en estos breves instantes se daba cuenta que era “usada” en otras formas.
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